miércoles, 5 de diciembre de 2007

Para los que no la conocen, "Chesu" es la revista de humor gráfico más con más lectores en este país, entre los cuales, de vez en cuando -muy de vez en cuando, quisiera recalcar-, yo estaba. Esto tal vez sea un escándalo para algunos de mis amigos. ¿Tú, el delicado, leías "Chesu"? ¿Tú, al que le fastidian los chistes vulgares que tiene que escuchar todos los días en la oficina? Tranquilidad, por favor; suelten las piedras, dejen que me explique. Había en "Chesu" algo que me recordaba a los chistes tontos que escuchaba en el barrio en que vivía cuando era chico. Por ejemplo, venía un niño y te decía A ver, di lata; lata, decías tú, y el otro remataba: ¡Tu mamá está calata! Lo gracioso del chiste para el niño es haberle dicho una grosería al otro; para un adulto, que se quiera hacer un chiste de algo tan burdo. De la misma forma, los chistes de "Chesu" me hacían gracia por elementales, no por graciosos. Lo que voy a decir podrá sonar pedante, pero la verdad es que uno los lee y se pregunta cómo es posible que alguien crea que eso puede ser gracioso.

Esta es la misma razón por la que veía películas de verdad malas, como las de Van Damme. ¿Quién puede no reírse del re¬contra trillado recurso de la triple repetición del puñetazo, o de la auto-inmolación de los enemigos de Rambo? Pero la cosa deja de tener gracia cuando te encuentras por todos lados con tipos que creen que no hay la menor diferencia entre las de Van Damme y una secuencia coreográfica de Bruce Lee, o entre Rambo 2 y Apocalipsis ahora; o incluso El padrino 3 y los otros dos. Mi falta de práctica para cortar conversaciones en las que en primer lugar nunca debí haberme metido ha hecho que demasiadas veces me gane con cosas como esas. Por ejemplo: en una fiesta me encuentro con un cinta negra en Karate y le hago un par de preguntas sobre eso, porque siempre me han interesado las artes marciales; pero en vez de hablarme sobre los diferentes estilos y movimientos o sobre las estrategias que se usan o la filosofía que siguen, se pone a contarme cómo ¡pam! ¡pam! le sacó la mugre a alguien en un campeonato. Y no estoy diciendo que me haya explicado qué fue lo que hizo, no; literalmente ¡pam! ¡pam! le sacó la mugre a alguien en un campeonato... y en otro... y otro... Otro ejemplo: por alguna extraña razón tengo que pasar una hora acompañado de un ama de casa y ésta me cuenta cómo va a adornar su sala, ¿y me dice que si hay una armonía que debe haber entre las cosas, si hay algún detalle en la combinación de colores o qué es lo que se espera lograr con tal o cual cosa? Bueno, sí; dos o tres minutos; el resto se la pasa describiendo el mobiliario, los precios, las formas de financiamiento o detalles técnicos sobre la calidad de los materiales. Otro ejemplo: digamos que, por razones de trabajo, tengo que almorzar con un tragaldabas con pretensiones de sibarita, que por supuesto se pone a hablar de comida durante hora y media. ¿Acaso me cuenta algún detalle interesante o revelador sobre el arte culinario? Por supuesto que no; se dedica a repasar el menú de los restoranes a los que ha ido, ingrediente por ingrediente, o me da los detalles de la preparación, o me describe cómo está presentado el plato... Y uno se pregunta cómo es posible que alguien crea que esto es interesante.
Cuando la mayoría de las personas habla sobre algún tema -o ve una película o escucha una canción- hace lo mismo que hacían los niños del barrio en que vivía: simplemente mencionar las cosas, no elaborarlas. Los ejemplos que he mencionado son sólo casos particulares; uno puede ver los más representativos durante un partido de fútbol, una propaganda de cerveza, una película de terror o una pornográfica. No hay mucha diferencia entre la pelota que rebota frente al arco, la cerveza que chorrea sobre un vaso, las tripas que vuelan por los aires y quejidos de una actriz porno, por que lo que ocurre con el espectador es lo mismo: simple excitación. Todo es explícito, simplón, y no requiere del menor esfuerzo para comprenderlo. Funciona como las cosquillas: uno no está escuchando un chiste o anécdota graciosa, pero alguien acerca sus dedos y nos hace reír. Eso es pornografía. Si hay algo que define a lo pornográfico es esa intención de hacer que uno empiece a salivar con el sonido de un gong, como a los perros del experimento de Pavlov.

¿Y qué tiene eso de malo?, me podrán decir, eso es sólo una trivialidad, algo que se hace para pasar el rato. No tiene nada de malo pasar un rato relajado, simplemente hablando, o ir a comer canchita al cine mientras se ve el taquillazo de la temporada. El problema, repito, es cuando no se nota la diferencia, cuando ya no es cosa de un rato, cuando es una forma de vida; y esto es lo más común. ¿Por qué, si no, veo a tantas parejas en los parques repitiendo diálogos de telenovela, tantas madres jugando a las muñecas con sus hijos, tantos ancianos adoptando comportamientos de carcamales, tantos jóvenes que hablan y se comportan como en los comerciales de cerveza? La forma facilona con que perciben la cosas se traduce en cómo perciben la vida, en el concepto que tienen de ellos mismos, en qué es lo que esperan de los demás y cómo actúan en consecuencia. Una persona que conocí decía que no se podía hablar de películas buenas o malas, sino que todo se resumía a que te gustaban o no te gustaban; ella era el ejemplo perfecto: me contó también cómo entraba en éxtasis cada vez que veía una propaganda en la que un ama de casa joven coge una Inka Cola, con una sonrisa radiante. Obviamente, esta persona era un ama de casa joven que, obviamente, procuraba tener siempre una sonrisa radiante. ¿Cómo no le iba a gustar la propaganda, si le habían tocado justo el gong que la hacía salivar? Si les interesa el sexo, basta con que vean un par de traseros bien apretados contra un jean en la televisión; si les gustan los niños, es suficiente con que pongan adornos o dibujos infantiles en colores pastel; si quieren tener amigos, nada más tienen que repetir una y mil veces al día los mismos chistes o bocadillos que escucharon el día anterior; y si les gusta una chica, mándenle flores y bombones (si son de marca, mejor). Alégrense: las fichas ya están jugadas y no hay forma de perder.

Por supuesto, alguno de ustedes puede estar pensando: y quién se cree éste para tirar la primera piedra. Tienen razón, yo no estoy libre de pecado, yo también tengo mi parte pornográfica; yo entiendo qué hace que alguien quiera asistir a un espectáculo pornográfico, y es más, yo asisto con frecuencia a espectáculos pornográficos. Lo que me parece incomprensible es que prácticamente todos ejerzan su capacidad pornográfica sin el más mínimo pudor las veinticuatro horas del día, en la tele, la radio, los periódicos, los avisos publicitarios, en los saludos y despedidas de todos los días, en los chistes ligeros y las conversaciones de sobremesa, en las cosas que hacen diariamente cuando trabajan, en sus proyectos para el futuro, en su ideales de vida, en sus sueños y deseos. Lo que me parece incomprensible es la forma de vida pornográfica.

Pero, en fin, uno no puede ponerse a juzgar a los demás. Cada quien tiene su vida. Si a alguien de ciento cincuenta kilos le da por ir la playa en trusa de competidor olímpico, es asunto suyo, no mío. El problema es que ahí no termina todo. Uno se los encuentra por todas partes, en el trabajo, en la universidad, en las reuniones, los ómnibus y el cine; y no se contentan con hacer el ridículo, además quiere que uno aplauda sus chistes racistas, sexistas o escatológicos, sus comentarios autoritarios, simplones o fuera de lugar, sus anécdotas aburridas, predecibles y sin sentido. Y tengan cuidado, porque por lo general se molestan si no los aplauden. Si quieren pasarlo bien lo mejor que pueden hacer es conseguirse un gong y llevarlo siempre bajo el brazo; pero no lo recomiendo, porque luego uno empieza a acostumbrarse al sonido, y ya sabemos lo que pasa después.

Así que, amigos pornoadictos, mañana por la mañana, cuando se afeiten o se estén lavando los dientes, mírense bien en el espejo y recuerden esto: ¡gong!, ustedes son buenas personas, ¡gong! ustedes tienen amigos, ¡gong!, a ustedes le va a ir bien este día, ¡gong!, hoy habrá ceviche en el almuerzo, ¡gong!, verán a su parejas en la noche, ¡gong!, el fin de semana, a la discoteca, ¡gong! ¡gong! ¡gong! Sólo les pido un pequeño favor: no hagan tantos comentarios en voz alta en plena función de cine; si van a escuchar radio, no pongan el volumen tan alto; si les gusta pasear en moto, perfecto, pero no les cuesta nada ponerle el silenciador al escape; si van a decir lisuras, díganlas nomás, pero que tengan algún sentido; y sobretodo, cuando vean que estoy a punto de reventar por tanta tontería, no me vengan a buscar para levantarme el ánimo con uno de esos chistes que empiezan por pedir que uno diga la palabra lata.